Sólo un poco aquí (II)
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Nunca olvidaré ese día en que regresé al cementerio, después de haberte dejado mi mirada junto al zaguán. No me atreví a llamar. Pensé que te molestaría ver a un fantasma. Y es que desde que me morí no he vuelto a ser el mismo.
Quería reclamarte porque ya no me llevas flores como antes ni platicas conmigo hasta que mi lápida queda empapada de tus lágrimas. No sé si ya te olvidaste de mí o si encontraste un pasatiempo más divertido que el de hablarle a los muertos. Aquí estamos todos muy sólos, somos muchos pero estamos sólos, igual que cuando estábamos vivos.
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Estoy en los huesos, mi dieta se ha vuelto austera. Nos alimentamos de llanto seco y pétalos de cempasúchil. Salgo a la calle de vez en cuando, pero nunca de noche; sabes que la oscuridad siempre me ha dado miedo, y aquí, no hay más luz que la de unas pocas veladoras escondidas tras las cruces.
“Yo no me escondo de nadie, porque ya nadie me busca.”
A veces me paso días sobre las piedras mirando el sol, y cuando este se muere y se cae del cielo me pongo a contar las estrellas. Llevo setecientas sesenta y ocho. A partir de ahí pierdo la cuenta y tengo que volver a comenzar.
Aquí estamos todos muy sólos. Esperando a los demás que también han de estar sólos. ¿Por qué ya no vienes a verme? Sé que soy egoísta por quererme robar algo de tu vida, pero a veces me gustaría que te murieras para no tener que robarte nada. Así estaríamos los dos juntos. Contaríamos las estrellas, platicaríamos hasta quedarnos secos de lágrimas y después comeríamos nuestra sal del suelo. Saldríamos en la noche a dar largos paseos, contigo ya no tendría miedo. Haríamos todo eso, y nos pondríamos a reír con las mandíbulas desencajadas porque seguiríamos estando sólos.
“¿De qué se murió el pobre? Eso es lo de menos, lo importante es que lo logró.”
Por eso nunca olvidaré ese día que regresé sobre mis pasos sin haberme atrevido a verte. Luego de contemplar por horas el portón de metal negro y caliente comprendí porque ya no me visitas ni me llevas flores amarillas. Y es que por fin, después de tantos años, me he muerto de tus ojos y de tu piel y de tu boca. Me he muerto de ti. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Para los que son como yo (o para los que ya no son) el tiempo no existe. Pero seguramente ahora eres un manojo de canas grises y arrugas apelmazadas, de cuencas hundidas en el cráneo y encías huecas de dientes.
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Me di cuenta que no era culpa tuya que ya no me visitaras, sino de tu cuerpo. No era tu culpa haberme olvidado, sino del tiempo. Ahora la vida te estorba. ¡Sácatela de encima y vente a morir conmigo, aquí, juntos, solos. ¡Quítate ese cuerpo que los gatos ya creen mueble de tan quieto, quedándose dormidos entre tus pies y sobre tu regazo. Pero no mueres, nomas no te quieres morir o Dios no te quiere dejar.
“¿Porqué tardará tanto en morir el mundo?”
Yo no me escondo de nadie, porque ya nadie me busca. No sé si aun vives para esconderte de la muerte, o es que, de verdad, te gusta mucho morir lentamente.
Quería reclamarte porque ya no me llevas flores como antes ni platicas conmigo hasta que mi lápida queda empapada de tus lágrimas. No sé si ya te olvidaste de mí o si encontraste un pasatiempo más divertido que el de hablarle a los muertos. Aquí estamos todos muy sólos, somos muchos pero estamos sólos, igual que cuando estábamos vivos.
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Estoy en los huesos, mi dieta se ha vuelto austera. Nos alimentamos de llanto seco y pétalos de cempasúchil. Salgo a la calle de vez en cuando, pero nunca de noche; sabes que la oscuridad siempre me ha dado miedo, y aquí, no hay más luz que la de unas pocas veladoras escondidas tras las cruces.
“Yo no me escondo de nadie, porque ya nadie me busca.”
A veces me paso días sobre las piedras mirando el sol, y cuando este se muere y se cae del cielo me pongo a contar las estrellas. Llevo setecientas sesenta y ocho. A partir de ahí pierdo la cuenta y tengo que volver a comenzar.
Aquí estamos todos muy sólos. Esperando a los demás que también han de estar sólos. ¿Por qué ya no vienes a verme? Sé que soy egoísta por quererme robar algo de tu vida, pero a veces me gustaría que te murieras para no tener que robarte nada. Así estaríamos los dos juntos. Contaríamos las estrellas, platicaríamos hasta quedarnos secos de lágrimas y después comeríamos nuestra sal del suelo. Saldríamos en la noche a dar largos paseos, contigo ya no tendría miedo. Haríamos todo eso, y nos pondríamos a reír con las mandíbulas desencajadas porque seguiríamos estando sólos.
“¿De qué se murió el pobre? Eso es lo de menos, lo importante es que lo logró.”
Por eso nunca olvidaré ese día que regresé sobre mis pasos sin haberme atrevido a verte. Luego de contemplar por horas el portón de metal negro y caliente comprendí porque ya no me visitas ni me llevas flores amarillas. Y es que por fin, después de tantos años, me he muerto de tus ojos y de tu piel y de tu boca. Me he muerto de ti. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Para los que son como yo (o para los que ya no son) el tiempo no existe. Pero seguramente ahora eres un manojo de canas grises y arrugas apelmazadas, de cuencas hundidas en el cráneo y encías huecas de dientes.
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Me di cuenta que no era culpa tuya que ya no me visitaras, sino de tu cuerpo. No era tu culpa haberme olvidado, sino del tiempo. Ahora la vida te estorba. ¡Sácatela de encima y vente a morir conmigo, aquí, juntos, solos. ¡Quítate ese cuerpo que los gatos ya creen mueble de tan quieto, quedándose dormidos entre tus pies y sobre tu regazo. Pero no mueres, nomas no te quieres morir o Dios no te quiere dejar.
“¿Porqué tardará tanto en morir el mundo?”
Yo no me escondo de nadie, porque ya nadie me busca. No sé si aun vives para esconderte de la muerte, o es que, de verdad, te gusta mucho morir lentamente.
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